domingo, 27 de marzo de 2011

Kathmandú




Creo que ya lo he dicho en alguna otra ocasión, Kathmandú es una de esas ciudades que puedes llegar a querer con todo tu corazón o puedes odiar con todas tus fuerzas. El caos que domina sus calles te atrapa y te repele, es como una inmensa y desestructurada tela de araña en la que la contaminación se hace la reina y sus gentes, casi diez millones de almas, parecen hormigas caminando enloquecidas en busca de no se sabe bien qué. El concepto de limpieza brilla por su ausencia, los coches, las motos, los rikshaks, sus miles y miles de turistas, los perros, las vacas, los monos, las ratas, las águilas, los cuervos y la basura se convierten en un elemento prácticamente indispensable. Y además, a todo esto, tenemos que añadir la falta de luz, casi catorce horas al día sin fluído electrico, hacen de esta capital una de las grandes madres del desmadre. Por otra parte, te enamora ver en cualquier rincón un templo hinduísta o budista, una estatua enigmática de algún dios, un anciano edifico religioso cuajado de imágenes, una antigua estupa, grupos de personas practicando ofrendas, miles de seres intentando vender sus productos, peregrinando de aquí para allá. Toda la ciudad es un gran bazar que te axfisia con su polución y te adormece con sus inciensos y flores, que te enloquece con los sonidos de sus claxons y te eleva con sus cánticos religiosos, que te revuelven sus olores de aguas estancadas, sudores y carnes putrefactas y te envuelve con los aromas de las especias y los aceites. Kathmandú es una urbe que puede parecer agonizante y, sin embargo, cada día palpita con más fuerza para vivir la más anárquica de las existencias.

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